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A la Plaza de San Lorenzo

El lunes pasado paseaba por Sevilla realizando gestiones varias, y tuve sensaciones muy fuertes. La de sentirte un turista en tu ciudad fue una de ellas. La otra, evocando recuerdos de mi infancia en la Plaza de San Lorenzo, son indescriptibles.

Nací viviendo mis padres ya en Montequinto, una impersonal ciudad dormitorio a las afueras de Sevilla. Mi padre sí que nació en la calle Teodosio, muy cercana a la Plaza de San Lorenzo. De ahí nuestra filia por la Virgen de la Soledad de San Lorenzo. De él aprendí a quererla, y con él he hecho estación de penitencia a la Catedral muchas Semanas Santas.

El ambiente de la Plaza es fantástico. Entre semana, por las mañanas, las amas de casa, los parados y los jubilados se agrupand en los bancos y en los bares para desayunar juntos y comentar la actualidad del barrio, la ciudad, el país. Fútbol y política son las estrellas de los debates populares. Hay cosas que nunca cambiarán.

El bar en el que desayuné ayer, el que despertó gran parte de los recuerdos que me emocionaban, se llama El Sardinero. Supongo que en honor de la playa santanderina, pero no puedo confirmar este extremo. Recuerdo la tensa espera cada Sábado Santo, cuando todavía no era lo suficientemente hombre (según mi padre, yo tengo mis dudas) como para realizar el recorrido entero de la Hermandad de la Soledad. Las imágenes de mi madre, mis tres hermanas y mis abuelos se confunden con las interminables hileras de nazarenos. Túnica blanca, cíngulo, manguitos, escapulario y antifaz negros. Cruces marrones. Mi padre, reconocible por los pies, la mirada y un levísimo saludo con la mano. La sonrisa y la emoción del momento. Emoción de muy difícil descripción.

Las pelotas de trapo en los recuerdos de mi padre, los señores con traje gris y sombrero, los carros de caballo, y un coche cada dos horas. Todo está atrapado en la Plaza de San Lorenzo. Las calles Conde de Barajas y Cardenal Spínola la desahogan de tanta magia. Los árboles de la misma dejan pasar los rayos del sol sevillano justos para poder disfrutar de la cervecita de media tarde, esa hora en la que el mundo se para, y el alma efectúa su diario simulacro de descanso eterno.

Y, ya a las 0:00 de la noche de cada Domingo de Resurrección, el dolor y la magia se funden, el arte y el corazón de un pueblo se mezclan para generar una estampa irrepetible, la de María Santísima en su Soledad llegando a su barrio, a su casa. Las luces de la plaza se apagan, las saetas comienzan a resonar entre sus muros, los nazarenos asisten atónitos ya desde dentro de la parroquia de San Lorenzo. La gente, privilegiada, desde la misma plaza, los más afortunados en las primeras filas. El esfuerzo de los costaleros tiñe de dolor los agudos y graves de las gargantas de los maestros saeteros.

Quince minutos después, cuando la imagen de María descanse en el templo y las puertas del mismo se cierren, los creyentes (no todos, los más supersticiosos) se acercarán a ellas y las tocarán, embargados aún por la emoción, como compromiso de estar allí de nuevo al año siguiente. Y como petición.

February 11, 2009   4 comentarios