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Héroe en cualquier lugar


Naces, en una casa cualquiera de un villorrio perdido en una provincia mediana, en el seno de una familia humilde. Te alimentas, como el resto, de la precariedad. Juegas hasta el fin de tus fuerzas, y como el resto, llegas a casa por las noches lleno de mataduras y churretes. Te das un baño bajo la supervisión de tu madre, que mientras cocina para toda la familia un caldo con el que engañar el hambre y conversa con tu padre acerca de las últimas noticias sobre la salud del alcalde del pueblo no deja de apremiar para que no salpiques ni una gota fuera de la cuba. Por la noche, historias populares. Cuentos recitados por la paciente y entusiasmada voz de tu padre. Sueñas con tus héroes favoritos, algunos imaginarios, otros, más reales, de tu patria. En el colegio, regular solamente. El profesor no deja pasar ni un día sin preguntarte la tabla del 7, y tú, por mucho que lo intentes, ni un día la recitas sin errar. Por todo castigo, una mirada de reprobación. Te duele más que un reglazo en toda regla. Vergüenza. Haces la Primera Comunión. Sigues jugando hasta la noche. Más churretes. Más mataduras. Más baños. Más hambre. La tabla del 7 cayó en el olvido, ahora son los cosenos los que te quitan la paz. Cambios en tu cuerpo. Cambios en otros cuerpos.  A los cosenos se suman los senos como fuente de inquietudes. El colegio queda en la tangente, llega la hora de arrimar el hombro. Tu padre se ha ido para no volver, y su recuerdo queda grabado a fuego en tu memoria. Con él, tus héroes, los imaginarios y los de tu patria, todos compartidos noche a noche. Ellos se mezclan con la imagen de que te ha quedado de él. Memoria colectiva, memoria personal: deber, honor: patria, persona. Todos a una; una para todos. Trabajas, y aprendes que los juegos del pasado, las tablas, los senos y los cosenos, eran la felicidad que la vida te regalaba antes de pedirte algo a cambio. El sacrificio, el sudor de tu frente, la realidad, la rueda del tiempo girando cada vez más rápido. En tu casa no hay dinero para que estudies medicina, ni para mandarte al seminario. Te vas al cuartel. Las armas no te apasionan, te repulsa la violencia. Pero la idea de ser útil, a tu madre, a tus hermanos, a tus compañeros de juegos, a la gente de tu pueblo… te empuja. Aprendes el oficio, pacientemente, desde cero. Nadie te regala nada, y tú lo quieres todo. Lentos pasan los días, las semanas, los meses. Destacas pronto, asciendes tarde. Siempre. Tus orígenes humildes te impiden avanzar con la prontitud que hubieras deseado, y que observas en otros menos dotados de virtudes para los puestos que van ocupando. Tu indignación, no obstante, se ve acallada por tu sentido del deber. Tu padre en la memoria, tus héroes: los imaginarios y los de tu patria. La sonrisa de tu madre. El agresor externo, la guerra. A filas. Por primera vez, la idea de morir por tu patria se presenta como una posibilidad real, y aprendes lo que es el miedo. ¿En qué pensaban estos héroes?. Te maldices por cobarde, y mientras sudas frío en las noches de campaña sin dormir, con los fantasmas de tu ausencia en el mañana revoloteando sin parar alrededor tuya, procuras descansar todo lo posible para estar al máximo al día siguiente. La situación no es buena, la batalla se pierde. Retirada. Te encargan proteger un puesto. Contigo, esos cañones que con tanto tino aprendiste a manejar. Un puñado de compañeros voluntariosos y algún que otro superior. La última compañía amiga se pierde en el horizonte, y poco a poco, el enemigo te rodea. A ti, a los tuyos. Las municiones se van acabando. Tus compañeros y tus superiores, también. De pronto, estás al mando. Escuchas los alaridos de dolor de los pocos que a tu lado quedan, y el único sonido de artillería procede de tu posición. Sólo tú, y apenas tres o cuatro balas de cañón. Cuando descargas la última andanada, te das cuenta de que has hecho todo lo que podías, lo que debías.  Sentado con la espalda apoyada en la trinchera, respiras hondo y miras al cielo, y, contrariamente a lo que esperas, no sientes miedo, si soledad, ni vergüenza.  Ya no te torturas por cobarde, sino que cierras los ojos y ves los ojos de tu padre, agradecidos. Sonríes.  El enemigo te golpea, una y otra vez, pero no te dispara. Te insultan en una lengua extraña. Te escupen, te vuelven a golpear. Pero no te disparan. Apenas te das cuenta de lo que pasa, sin embargo. Horas después,  despiertas en mitad de la noche, alguien te habla en tu idioma, con un acento divertido. Te dan agua, te ofrecen algo de comer. Tu interlocutor te hace una oferta para volver a tu tierra, libre. A la casa de tu madre, que te espera con los brazos abiertos. La cuba de agua, llena. Sólo tienes que enseñarles a los soldados del enemigo cómo usar tus cañones, cuya tecnología escapa a sus conocimientos. Sonríes  y mientras mentalmente repasas tus primeros días en el cuartel, cuando tú mismo aprendiste los secretos de tus compañeros de batalla mecánicos, mueves la cabeza de lado a lado lenta pero firmemente. Te quitan el agua, y el cuenco de comida del que torpemente llevabas un rato intentando alimentarte. Vuelven a preguntarte cada hora, y mientras tus labios se agrietan al sol del imponente nuevo día  y el cansancio termina por obligarte a cerrar los ojos, sigues moviendo la cabeza de lado a lado. En tus labios, una sonrisa, discreta pero sincera. En tus ojos cerrados, el color indescriptible que tiene el sol cuando lo miras atravesando tus párpados. En tu memoria, la voz de tu padre. Sueños con tus héroes favoritos, algunos imaginarios. Pero sobre todo, con los de tu patria. Los miras cara a cara. Algún tiempo después,  en una casa cualquiera de un villorrio perdido en una provincia mediana, en el seno de una familia humilde, una voz habla de ti. Un pequeño escucha atento, con ojos soñadores… te apagas.
Si algún día tengo un hijo, le hablaré de ti, Diego.

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