El voluntario
Él querÃa ayudar.
Llamó a una puerta, no le abrieron.
Llamó a otra, abrieron sólo un poco, dejando salir algo de luz, como con miedo… cerraron rápido.
Llamó a la siguiente, le hicieron pasar. Siéntese, por favor, ¿quiere un té?. No, quiero ayudar. Usted no puede ayudar. Me iré a la siguiente puerta, ¡no puedo estar quieto!. ¿No se da cuenta de que no puede ayudar?. Me marcho. ¿No quiere saber por qué no puede ayudar?. Adiós. Usted no puede ayudar porque usted mismo es digno de lástima; no puede pretender que nadie necesitado se apoye en alguien peor… y usted, a las claras, está peor que nadie. Salió.
No habÃa más puertas. Se tumbó bocarriba. Cerró los ojos. Palpó el suelo. Comenzó a mover las manos, el suelo se licuó, comenzó a nadar. Intentó, como siempre, coger un ritmo, respirar adecuadamente. Como siempre, no lo consiguió.
Salió por la ventana. Aquà se está mejor, esta chimenea es genial: qué bien se está fumando, tomando té, mirando la televisión. MÃrame. AsÃ. ¿Mejor?.
No. Otra puerta. Quiero ayudar. Qué pena.
Vuelta a empezar. Mirando las paredes, vio gusanos, no gotelé. Mirando el campo, vio peces muertos, no girasoles. No sintió miedo, sà algo de alivio.
Entró en la cabaña, se sentó, y permaneció quieto, ensimismado, a kilómetros, años de allÃ. No sentÃa nada, ni la pesadez de sus ropas, ni el calor del fuego, ni la humedad en sus botas, ni la monotonÃa de la lluvia golpeando el tejado. Ni tan siquiera sentÃa las lógicas cosquillas que el jugueteo de las gotas entre los surcos de su barba le habÃan producido mil y una veces antes. No existÃa, sus desvelos eran inútiles, todo lo que habÃa sido hasta ese preciso instante ya no importaba. Ahora la prioridad era la lucidez. La familia, la casa, el buen nombre. Ya nada importaba, todo le empujaba a morir en la orilla. Él querÃa navegar. Siempre lo habÃa querido. TenÃa que recuperar la lucidez.
Las miradas. Bajo tierra las hallarás. Te traerán de vuelta. A lo que verdaderamente importa. A la lucidez…