Vencer o morir
Adoro el fútbol. El fútbol de verdad. En cualquiera de sus formas, once contra once, siete contra siete, cinco contra cinco. Me da igual. El sueño frustrado de mi vida es el de jugar en el Ramón Sánchez Pizjuán con el escudo local en mi pecho.
Odio el negocio en el que se ha convertido. Odio los intentos de manipular los sentimientos que este noble deporte despierta en las personas que lo practican y que se desvelan por sus equipos. Vengan de donde vengan, los equipos y las manipulaciones.
Por eso cuando descubro casos como el del FC Start tengo que compartirlos con vosotros. O como el de la selección italiana de 1938. Copio y pego de Notas de Fútbol:
“Vencer o morir”: seguro que un escalofrío recorrió la espalda de don Vittorio Pozzo al leer las tres palabras de este simple telegrama. Sería necesario contextualizar, precisando que el destinatario del mensaje, el citado Pozzo más conocido como “El viejo maestro”, ha sido uno de los seleccionadores más influyentes de la historia de la azzurra y el padre del catenaccio. El telegrama se envía unas pocas horas antes de la final del mundial de 1938 y el remitente es Benito Andrea Mussolini máximo dirigente italiano y uno de los principales protagonistas de los desgraciados acontecimientos que asolarían Europa durante los años siguientes.
En aquel Mundial de Francia 1938, al igual que en los anteriores Juegos Olímpicos de Berlín se dirimía algo más que una competición deportiva. Dos ideas antagónicas se enfrentaban ante un continente que estremecido presentía como el ruido de la pólvora sustituiría a los vítores de las gradas. En aquella competición donde una débil selección alemana jugó con una esvástica clavada en el pecho, y reclutó hasta cinco jugadores austriacos como botín cobrado del Ansluch. Su mediocre papel provocó que Hitler avergonzado la retirara de la competición. Italia se convirtió en la única esperanza para demostrar la superioridad de las potencias del eje. Dos años antes, una pantera llamada Jesse Owens había estampado en la frente del mismo Furher la evidencia de que las razas inferiores podían destruir su ensoñación aria.
Locatelli, Andreolo, Meazza. Michele y Piola, algunos de los mejores jugadores de la selección italiana se convertían en insospechados símbolos de una contienda que destrozaría Europa apenas un año después. En un Mundial donde muchas selecciones sudamericanas ni tan siquiera participaron. Brasil recogió el testigo de Jesse Owens y con un sensacional Leónidas se plantó en semifinales donde sería vencida por Italia. La mañana siguiente los periódicos italianos titularon “’Saludamos el triunfo de la itálica inteligencia sobre la fuerza bruta de los negros”. La final les enfrentaba a Hungria, un pais bajo la órbita del demonio rojo. Rápidamente los brazos del fascio se prepararon para presentar el partido como una contienda ideológica.
Y aquí encontramos a Pozzo, “el viejo maestro”, el hombre que exigía que sus jugadores pagasen cualquier precio para conseguir una victoria. Ese hombre levantó con pavor la vista del telegrama que acababa de recibir y comprendió que aquella vez el precio que deberían pagar en caso de fracasar sería la muerte. Con estas palabras se dirigió a sus jugadores, mitad cadáveres que se encaminaban ya hacia el cadalso : “No me importa cómo, pero hoy deben ganar o destruir al adversario. Si perdemos, todos lo pasaremos muy mal”.
“El viejo maestro” abrió el guardarropa, buceó en su plantilla e inevitablemente tiró de lo que hoy es tan indisoluble a Italia como los vinos de la Toscana, la pasta o la corrupción de sus políticos. Orden y contrataque, el catenaccio. La velocidad de Piola, Ferrari y Meazza ponía ya al descanso a Italia con tres goles a uno de ventaja. Los espectadores franceses que ya presentían la inminencia de la guerra y aplaudían a los húngaros tuvieron que rendirse a la evidencia. Tras el 4-2 final Pozzo y sus jugadores se abrazaban alborozados. En esa alegría había algo más que el mero triunfo deportivo. En la grada “Il Duce” sonreía complacido.
Encaminándose hacia el túnel de vestuario el portero húngaro Szabo declaraba sonriendo: “Nunca en mi vida me he sentido más feliz después de un partido. Ante la sorpresa de todos, añadió: He salvado la vida a once seres humanos. Me han contado antes de empezar el partido que los italianos habían recibido de Mussolini un telegrama que decía : Vencer o morir” Han vencido.” Pozzo acabó sus días volviendo a su antigüa profesión de periodista, denostado y acusado de haber claudicado ante el Duce, sin embargo tras aquella final declaró “Hemos jugado para ganar la Copa, eliminando de nuestro juego todo lo que no era útil para el fin perseguido y conservando sólo un fútbol estructural”. Cuando hoy muchos desesperamos ante una Italia colgada del larguero y defendiendo con uñas y dientes el marcador intuimos algo primitivo en esas figuritas azules. Algo tan profundo y ancestral como el hombre, un miedo que escapa a los designios de la pelota y se aferra a conservar algo mucho más valioso que un resultado, la propia vida.
September 16, 2008 5 comentarios