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Historias de gafas

Leía en el blog de Ivich su historia personal con este artilugio compuesto por cristales y monturas metálicas o de pasta (tan de moda entre los oyentes de Radio 3). Así que me he decidido a copiarle la idea y narrar mis historias de gafas.

Fue una profesora de física y química, magnífica, por cierto, la que reparó en que había un alumno que parecía chino de los esfuerzos que hacía por transcribir el contenido de la pizarra en el cuaderno. Fue comprarme mis primeras gafas y ser feliz. Volvía a ser capaz de ver las matrículas de los coches.

Era muy dado a jugar con ellas, habida cuenta de la extensión de mi apéndice nasal; cuando me aburría en alguna clase no dejaba de bajarlas y subirlas por el tabique. Cuando estaban en la punta de la nariz, las giraba de forma que las patillas apuntasen al techo. Un día, estando en esta postura en mitad de una clase de geología, el profesor intercaló un: “Banyú, ¿tienes algún problema con tus gafas?”, que hizo que todo el mundo se girase hacia mi, y después de que mil y un pensamientos me destrozaran en ese momento (estaba salvajemente enamorado de una compañera de clase cuyo nombre omitiré), dicha situación desembocó en última instancia en mi abandono de tan incomprensible (para los demás) práctica.

Con las gafas de sol tengo un problema, y es que no me queda bien ninguna, así que llevo años sin usarlas. No consigo encontrar algo con lo que me sienta cómodo. Además, el par con el que mejor me sentía lo rompí un día en mil pedazos tras perder los nervios con uno de mis mejores amigos. Ese día mi orgullo me impidió montarme en su coche para volver a casa, y andé cerca de ocho kilómetros hasta llegar a mi destino.

Tras el primer par de gafas, que examino ahora en fotos de aquella época con bastante vergüenza y sentimientos encontrados, me compré el segundo, muy parecido al actual, y cuya pérdida relataré a continuación. Creo que merece la pena que invirtáis tres minutos más en leerlo, pues podéis extraer alguna lección de ello.

Andaba yo en el verano de 2004 en Dublín. Mi novia en aquel tiempo, Maca, se encontraba trabajando en un hospital dublinés, y yo invertía mi tiempo en la lavandería del hotel The Clarence (propiedad de Bono y The Edge), trabajando como extra en una serie de televisión irlandesa (prometo escribir sobre esto algún día), y practicando inglés con todo el que podía. Un día nos fuimos a unas islas que hay al oeste de Irlanda, las Aran Islands. Después de estar todo el día en una de las islas, haciendo senderismo, visitando unos acantilados impresionantes, teníamos que volver a Galway, para lo que había que coger un ferry. He ahí que el ferry se acerca y la gente, en el muelle, empieza a hacer cola. Le digo a Maca que voy a ver el atraque del ferry, ya que estaba intrigado por ver el momento en el que impacta contra las bollas que hay en el muelle. Para ello, me situé justo en el filo del mismo, comprobando antes que el ferry no tenía ningún saliente con el que pudiese tener algún problema. Pues bien, justo cuando estaba a punto de impactar el ferry contra el muelle, satisfaciendo mi curiosidad, algo chocó contra mi cabeza, dejándome mareado y atontado momentáneamente. Cuando me recuperé, apenas medio minuto después, me di cuenta de que ya no llevaba puestas las gafas, y las busqué a mi alrededor durante un minuto, el tiempo necesario para darme cuenta de que no estaban en ninguna otra parte salvo en el mar. Sólo entonces caí en la cuenta de lo que había pasado. Un marinero había arrojado una soga para intentar amarrar el ferry al muelle, y yo, que inteligentemente me había situado junto al mojón metálico cuyo nombre desconozco y que se usa a tal efecto, me llevé el premio del sogazo del año. Cuando volví a la cola todavía había gente riéndose (incluída Maca), lo cual me indignó sobremanera. No por dignidad o alguna cosa parecida, sino porque si en lugar de golpearme en la frente, la soga enlaza mi cuello, igual no estaría escribiendo esto aquí y ahora. En realidad me asusté mucho esa tarde.

Durante el trayecto de vuelta a Galway, el capitán y algunos miembros de la tripulación vinieron a disculparse y a ofrecerme lo que gustase. En ese momento recuerdo que les pedí unas coca-colas y kit-kats (lo sé, tengo un gusto elitista), mientras escuchaba a un hombre susurrándole a su mujer que yo era un futbolista famoso, un tal Van Nistelroy, y que por eso me agasajaban. No dejé de notar que todos me miraban mucho ese día, y no sé si reían por el sogazo del año o sonreían porque pensaban que era Van Nistelroy. Cosas que pasan.

December 8, 2008   17 comentarios